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sábado, 1 de enero de 2011

El Juego

Viéndome obligado por diferentes causas y motivos, me temo que esta fría noche de enero os contare la historia que tanto tiempo llevo prometiéndoos. Lo que os voy a contar sucedió de verdad, y algunos no dudo en que me tomareis por loco y embustero. Ojala y fuese alguna de esas cosas, pues eso significaría que aquello no sucedió. Pero no se puede negar el pasado, y esta noche, contaré mi historia por primera y última vez. Lo que sucedió sigue persiguiéndome en mis peores pesadillas y en mis noches de ebriedad. No se si ahora, después de tantos años, este preparado para contarlo. Pero el problema es que tal vez no lo esté nunca, así que vosotros seréis los únicos testigos que podáis oír hablar de lo que os voy a relatar.
Me llamo Antonio.
Yo tenía los diez años por aquel entonces…


Menuda birria.
Eso fue lo primero que pensé nada mas llegar allí.
Aquel lugar era un pueblo de mala muerte. Nadie sabía que estaba allí, y si te descuidabas, casi pasabas de largo con el coche sin haberlo visto. ¿Estoy exagerando? ojala y fuese así, pero lo que digo es cierto. Aquel cuchitril no merecía ni llamarse pueblo. Era una aldea. Casi ni eso.
Estábamos de vacaciones de verano, y mis padres habían decidido que pasaríamos en un pueblo del interior un mes entero. Que ganas. Yo, que estaba acostumbrado a vivir al lado del mar. Yo, que amaba la brisa marina y a la espuma de las olas… Y van y me llevan a un pueblucho donde solo hay ancianos y la única brisa proviene de un viejo y desgastado ventilador.
Bonito plan para vacaciones.
Resignado, respiré el bochorno y el calor de la mañana que allí había. Mi humor estaba por los suelos, pero a cada paso que daba, me sentía peor aun. Aquel lugar era espantoso, sin lugares donde cobijarme a la sombra y con caminos de piedras en vez de carretera.
Acabábamos de llegar a la casa rural en la que pasaríamos el mes de agosto en su totalidad. Era una casa sencilla, de piedra, con tejados de pizarra. Una pequeña pero modesta salita con chimenea y dos habitaciones: la de matrimonio de mis padres y la mía. Una cocina de leña. Un solo cuarto de baño. Un amplio jardín trasero poblado de matorrales secos y malas hiervas, con un único árbol en el centro del cual se colgaba un viejo y gastado columpio. Nada más. No entendía como mis padres habían podido alquilar aquella cochambre, ellos, acostumbrados a ir siempre a los mejores hoteles.
Me senté en el sofá de la salita, aburrido, y abrí mi Nintendo, dispuesto a pasarme jugando todo el rato que pudiese. Ya había deshecho mi maleta, siempre tan ligera cuando nos íbamos de viaje. Oía a mis padres parlotear entre sí en algún punto de la casa no muy lejano. Cerré mi mente al exterior y me puse a jugar con aquella maquinita que, sospechaba, iba a ser mi único alivio en aquel espantoso viaje.
Por la tarde mis padres decidieron ir a comprar a algún sitio la comida para todo el mes. Pero yo dudaba de que hubiese un lugar decente donde comprar, como, por ejemplo, un supermercado o algo así. No me equivocaba. Tras preguntar a los vecinos (unos ancianos que seguro que eran con nosotros las únicas personas que allí vivían), nos dijeron que había una mujer que vendía los comestibles en su propia casa. Como iba diciendo, tuvimos que ir a casa de aquella señora que tenía un improvisado y escaso mercadillo en su salón para poder comer. Nunca había visto nada igual.
Bueno, al menos la leche estaba fresca y recién ordeñada. Algo es algo.
Aquella noche cenamos sopa. El pan de centeno estaba realmente rico, y luego antes de acostarme me tomé un vaso de leche caliente.
Tal vez iba a resultar que aquel lugar no era tan horrible como imaginaba al principio.
Cuando me tumbé para dormir, respiré hondo y olí las sábanas con olor a naftalina. La cama era realmente dura, pero yo estaba cansado y eso poco me importaba. Mis músculos se relajaron y escuché una suave brisa entrando por la ventana, soplando por entre los árboles…
Me levanté, sorprendido, a cerrar la ventana. Juraría que antes de acostarme la había cerrado.
Lo que entonces no sabía era que algo había entrado a mi habitación.
Me volví a tumbar en la cama, somnoliento. Había entrado frío por la ventana, aunque estábamos en pleno mes de agosto y por la mañana había hecho un calor sofocante. Me subí la sábana hasta la cabeza, medio tiritando. Ya no tenía sueño, y la tranquilidad que antes me había embargado se había ido dejando incomodidad y frío.
Y entonces fue cuando sentí un contacto frío en la espalda. Frío como el témpano.
Me levanté, sobresaltado, de un brinco.
El corazón me iba a cien por hora. ¿Qué había sido eso? Pero en mi cama no había nada. Nada de nada.
Me lo habría imaginado. No había nada ni nadie allí, estaba solo yo.
Por aquel entonces, no sabía cuanto me equivocaba.

A la mañana siguiente me levanté muy tarde, pues mis padres habían decidido que dormiríamos más de lo habitual para descansar. El viaje del día anterior había sido largo y agotador.
Yo, en cambio, me levanté cansado como si no hubiese dormido nada. Y eso  que había dormido plácidamente y de un tirón durante toda la noche. Unas enormes ojeras bajo los ojos. La tez más blanca de lo que era habitual en mí.
Cuando mi madre me vio, no daba crédito a sus ojos.
-¡Antonio! ¿No has dormido bien? ¿Qué te ha pasado?
Yo entonces no era conocedor de mi aspecto. Cuando me vi, me quedé muy sorprendido. Y en cierto modo… un poco asustado. Recordaba haber dormido bastante bien. No lo entendía.
No le dimos demasiada importancia a aquello. Tal vez lo único que necesitaba era dormir más. Nada importante.
Pero aun así, mis padres sospechaban que tal vez había cogido un resfriado o la gripe. Me dejaron tumbado en el sofá viendo la tele con la chimenea encendida, calentito, mientras ellos se fueron a dar una vuelta por la minúscula población. Al día siguiente teníamos planeado hacer una excursión por el campo, y yo necesitaba sentirme mejor para entonces. Sentía como si me hubiesen quitado la fuerza de los músculos. Como si mis pulmones hubiesen empequeñecido. Estaba agotado, y sin saber el porqué.
Cuando mis padres se hubieron ido, me pasé bastante tiempo viendo aquellos estúpidos concursos que echaban en la tele. Estaba tremendamente aburrido, y esta vez las nuevas tecnologías no hacían que me sintiese mejor.
Entonces oí una voz.
-¡Antonio!
Me llamaba mi padre desde fuera de la casa.
Me asomé por la ventana, pero no vi a nadie. Pero entonces aquella voz volvió a llamarme. Provenía del jardín.
Abrí la puerta trasera de la casa, preocupado. ¿Les había pasado algo a mis padres? Salí al exterior…
Fue entonces cuando mi pie chocó contra una piedra y caí de boca sobre la mustia hierba. Desconcertado, miré alrededor en busca de mis padres. No vi a nadie.
La vi… a ella.
De espaldas a mí, sobre el columpio, había una niña a la cual no había visto jamás. Tenía una larga melena rubia sobre la espalda, y sus piernas colgaban inertes a ras del suelo. Permanecía totalmente inmóvil. Me levanté torpemente.
-¡Oye!- grité- ¿Qué haces? ¡Esto es propiedad privada! ¡No deberías estar aquí!
Entonces ella torció lentamente la cabeza para mirarme. Pero no podía verme. En vez de ojos… unas oscuras cuencas donde alguna vez debieron estar estos demacraban su pequeño e infantil rostro.
Retrocedí, asustado. Aquella niña seguía dirigiendo su cara en mi dirección, aunque estaba claro que no podía verme. Entré a toda prisa en la casa y cerré la puerta del jardín. Las manos me temblaban y tenía un sudor frío en la nuca. Tal vez tendría que haber ido hacia la niña herida y ayudarla… pero su rostro y su imagen espectral me hicieron retroceder. Aquella chica me había mirado, en lo que me pareció, con una expresión triste. Tal vez si hubiese tenido ojos hubiese estado llorando.
Pensé entonces en llamar a la policía, pero cuando fui a por el teléfono, mis padres entraron a casa por la puerta principal.
Mi rostro me delató, pues yo estaba realmente asustado.
-¿Antonio?- me preguntó mi padre- ¿Qué te pasa?
Lo cierto es que no tardé demasiado en contárselo a ambos. Mis palabras surgieron de mi boca atropelladamente, sin darme apenas cuenta. No me detuve en los detalles. Y además, mis padres no tardaron en ir al jardín a buscar a aquella pobre chica.
Pero cuando salieron, allí no había nadie. El feo y viejo columpio del árbol pendía quieto e inerte, como si nunca nadie se hubiese sentado en el.
Ya os podéis imaginar que sucedió a continuación. Mi madre me puso unas cincuenta veces el termómetro, y aunque no tenía fiebre, los dos creían que había tenido alucinaciones. Su teoría era que aquel clima me venía mal o que había cogido alguna enfermedad.
-Papá- le dije a mi padre. Yo entonces no sabía si creer en lo que me decían mis padres o en mi mismo.-En serio que yo oí tu voz. Me estabas llamando.
-Tranquilo, Antonio.- me dijo entonces el.- Acuéstate y duerme, mañana estarás mejor.
-¿Y la excursión?- pregunté, esperanzado. Entonces prefería irme de excursión con mis padres que volver a quedarme en aquella casa.
- Mas bien no, hijo. No pasa nada, pues la aplazamos para otro día. Tú descansa a ver si luego estás mejor.
Y me llevaron a mi cuarto. Me arroparon con las sábanas, y me dejaron solo. No entendía que había pasado. Estaba realmente confuso.
Entonces me dormí, y he de decir que fue una de las mejores noches de mi corta vida pues dormí como un tronco.

A la mañana siguiente, unas enormes ojeras moradas me adornaban el rostro. La piel blanquecina, los ojos rojos. Me dolía todo el cuerpo y apenas podía tenerme en pie.
Mis padres ahora si que estaban realmente preocupados. Ya no les importaba las vacaciones que habíamos tomado ni en el dinero que habíamos gastado en el alquiler de la casa. Lo único que les importaba era yo y mi salud. Mientras yo me pasé toda la mañana en mi cama, agotado sin saber porqué, mis padres hacían las maletas. Nos íbamos al día siguiente muy temprano. He de mencionar que estaba realmente preocupado por lo que me pasaba y lo raro que era todo aquello.
Y allí estaba, entre sueño y sueño, tumbado en mi cama.
Pero todavía aquello no había acabado.
-Tic tac, tic tac. Ven a buscarnos y lo entenderás. Búscanos, que nosotros queremos jugar.
Me levanté, sobresaltado. ¡Una voz! ¿De dónde había salido? Miré a mi alrededor, pero estaba solo en la habitación. Me vino a la cabeza el rostro demacrado de la niña del día anterior… y me entraron escalofríos.
-Tic tac, tic tac. Jugaremos al escondite y te toca buscar. ¿Detrás de un árbol quizá? ¿Detrás del sofá? Te toca encontrar.
Mi corazón iba a mil por hora. No era una sola voz la que cantaba esa canción rara e inventada, había sido la voz de varios niños. Pero había sonado muy cercana… ¿estaba otra vez delirando? Me estaba debatiendo interiormente entre llamar a mis padres o acostarme de nuevo como si nada hubiese pasado cuando volvieron a cantar:
-Tic tac, tic tac. El tiempo se agota y no puedes más. Si no nos buscas tus fuerzas se irán y tu cuerpo vacío y sin vida quedará.
Entonces si que estaba más que asustado. Me temblaban las piernas y tenía un nudo en la garganta. Me habían entrado ganas de llorar. Sin duda alguna, o aquello era como las películas de terror o había perdido por completo la razón. Ambas cosas me eran terroríficas.
-¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?-grité- ¡Me habéis hecho algo! ¿Es por eso que estoy sin fuerzas?
-Tic tac, tic tac. Ven a buscarnos y lo entenderás.
Fue entonces cuando mi mente dejó de reaccionar razonablemente y fueron las piernas las que dirigieron mis movimientos. Fui de un lado a otro de la casa, buscando sin saber ni que buscar ni que encontrar. Busqué en la chimenea, entre las cenizas. No sabía ni lo que hacía.
-Frío, frío.- dijeron las voces.
Miré en la cocina.
-Frío, frío.- repitieron de nuevo.
Entonces comprendí y me dirigí al jardín. Tal vez…
-Templado.
Ya no había duda alguna, estaba seguro de donde buscar. Cuando me acerqué al árbol, recordé a la niña del columpio y volví a sentir miedo.
- Caliente, caliente.
Y como por arte de magia, el columpio se balanceó como si alguien se estuviese columpiando. Las voces rieron, complacidas por el juego.
Yo ya estaba al lado del árbol, pero no sabía que mas hacer. Miré alrededor, deseoso de encontrar a los niños pertenecientes de aquellas voces.
-Tic tac, tic, tac. Polvo eres y en polvo te convertirás.
Abrí los ojos, asustado. Aquello me había sonado a una amenaza. ¿Qué había hecho mal? ¿Dónde estaban los niños?
Pero entonces comprendí que no había sido una amenaza.
Había sido una pista.
Miré la tierra que había bajo mis pies. En aquel punto no crecía la hierba.





La policía estaba dejando la casa. Tras varias horas de interrogatorio, la ley comprobó que nadie presente había sido testigo de aquel terrible crimen. Los forenses también se iban, llevándose consigo unos bultos los cuales echaron a sus camionetas.
Yo solamente había hablado cuando me dirigieron la palabra. Hablé lo justo y necesario, no dije demasiado.
No le dije a nadie como había descubierto los cadáveres de cuatro niños bajo la tierra, como había oído las voces. Eso era algo que nadie nunca creería, algo que hasta me daba vergüenza contar. Solo les dije a mis padres y a la policía que estaba jugando en el jardín cuando se me ocurrió jugar a buscar el tesoro y descubrí los mutilados cuerpos por casualidad. No era una historia muy convincente, pero fue lo primero que se me ocurrió y yo por aquel entonces solo tenía diez años. Por mi juventud, la policía me creyó y me dejaron de interrogar. Por primera vez el ser pequeño me había servido para algo. La policía nos quitó de la lista de sospechosos pues los forenses dictaminaron que los cuerpos examines de los niños llevaban demasiado tiempo muertos. Al menos, más tiempo que el que nosotros llevábamos allí.
A la mañana siguiente, volvimos a nuestra casa de la costa. No podíamos seguir viviendo en el escenario de un macabro crimen.
Por fin, me sentí mejor y respiré tranquilo y a gusto. Las fuerzas volvían a mi cuerpo como por arte de magia.
Aquella noche dormí bien y por la mañana me desperté aún mejor. Volvía a tener las fuerzas de la juventud y ya no estaba pálido. Volvía a ser el de siempre.
Sin embargo, un sonido familiar me despertó aquella mañana.
Tic tac, tic tac.
Por suerte, solo era el reloj de mi mesita, anunciándome que tenía que empezar un nuevo día.

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