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sábado, 1 de enero de 2011

Érase una vez...

Érase una vez que se era, hace muchos años, un país donde todo el mundo era feliz y vivía en paz y armonía. Todo allí era perfecto, todas las personas disponían de comodidades y no se había sucedido nunca durante su larga historia ni una sola guerra con algún otro país.
            Pero, inesperadamente, un día llego una terrible tormenta que sumió durante varios días al pequeño país en una gran oscuridad. Los relámpagos destellaban en el negro y oscuro cielo, y los truenos eran fuertes y estremecedores. La tormenta duró varios días, llovía sin cesar… Las familias estaban en sus casas, resguardadas pero esperando incansablemente a que la lluvia diese una tregua y así poder salir al fin. Pero siguió lloviendo todos los días, así hasta que, tras seis interminables meses, dejo de llover…
            Cuando la gente salio de sus respectivas casas, tras meses sin poder ver la luz del sol, encontraron un panorama desconsolador, pero también terriblemente extraño e inquietante.
            Las flores se habían desteñido, habían perdido su color. El cielo no era ya azul. Ya no existían las razas ni los tonos de color en la piel. Todo había perdido su color, se había vuelto blanco y negro. Todo había perdido su sustancia, su identidad, su esencia. Ahora solo cosas vacías e inexpresivas ocupaban el mundo. La gente se miro las manos, se miro al espejo, y descubrieron que al morir el color del mundo moría el suyo propio y el de absolutamente todo.
            Todo era tan extraño e inexplicable que muchas personas quisieron huir a otro país y escapar de aquel terrible infierno que nada tenia que ver con la vida a la que ellos habían estado acostumbrados. Sin embargo, absolutamente toda la humanidad había perdido su esencia, y ni el mar, ni el cielo ni el bosque tenían sus respectivos colores.
            Un mundo en blanco y negro, insípido y extraño.
            Pasaron los años, y nadie encontró una solución a aquel inquietante misterio. La gente empezó a acostumbrarse a ello y las nuevas generaciones nacían sin añorar los colores, pues no los conocían. Aquel mundo de tonalidades tan simples parecía haber sido así desde siempre. Daba la impresión que nunca había sido de otro modo.

            Un día, muchísimos años después, se reunieron los reyes de dos países vecinos para tratar unos asuntos territoriales. Pretendían ambos aliarse contra una amenaza de guerra que se extendía como una grave enfermedad… Mas, sin embargo, la amenaza era tan fuerte y los países que pretendían conquistar sus territorios tan feroces, que ambos monarcas no sabían como solucionarlo. Se sentían acorralados, impotentes y angustiados. La población también estaba preocupada, y no sabía como actuar. La gente se armó con largos cuchillos y azadas, ya que la mayoría era de origen humilde.
            En aquellos tiempos de alboroto y preocupación, se sumó otro problema más, como suele ocurrir en estos casos. Un famoso bandido asaltaba los caminos y timaba a la población con sus productos robados. Se hizo famoso al instante, al difundirse su fama de malhechor y maleante. La gente estaba aterrorizada, ya que nadie conocía su verdadero rostro pues también era un maestro del disfraz. Hasta había conseguido internarse en los terrenos de un adinerado y rico noble, llevándose joyas y tesoros de gran valor.
            Este elocuente bandido, se llamaba Agnus. Había crecido sin diferenciar el bien del mal, sin disponer de una ética equilibrada y justa. Solo le importaba enriquecerse con sus estafas y robos, y si ganaba un poco de fama le gustaba aun más. Había crecido huérfano y sin ningún familiar a su alrededor, y había tenido que prosperar de algún modo en las ciudades y pueblos por los que vagabundeaba. Así pues, conocía el como engatusar a la gente con dulces y premiadoras palabras, como hacerles caer a sus pies y así poder venderles cualquier baratija sin valor. Conocía el poder de las palabras, pero también la agilidad de sus manos era envidiable. Sabia como robar diez bolsas de dinero en un solo día sin ser descubierto, y muchas veces se sentía orgulloso de sus estafas y robos, ya que Agnus de por si era un presumido.
            Así pues, Agnus avanzaba sin respiro por todo el reino, unas veces disfrazado de anciana y otras de gordo y rico mercader. Nadie podía reconocerle, principalmente porque nunca había mantenido amistad con nadie. Para el, su vida siempre había sido una jungla, una lucha de supervivencia en la que no se debía confiar en nadie. Nunca había tenido amigos, y pocas veces había hablado con alguien sin proponer conseguir algo.
            Una noche, sin embargo, unos fieles vigías de Su Majestad, el rey Petros, lo descubrieron en mitad de la noche mientras dormía. Estaba descansando en medio del bosque, y los centinelas le pudieron descubrir a partir del humo que aun salía de una débil hoguera que le había alumbrado bajo las estrellas…
            Cuando Agnus despertó, descubrió que había sido drogado y llevado hasta las mazmorras de palacio, donde se encerraban a los peores criminales del reino. El suelo estaba frío, helado e incomodo. Largos barrotes se extendían ante el como firme sentencia de muerte. Más, detrás de ellos y para sorpresa de Agnus, se encontraba una imponente figura de rostro impasible y rasgos nobles. La ropa que vestía aquel hombre, a ojos de Agnus, parecía tejida por mismísimos Ángeles.
            Era el rey Petros, el soberano del reino.
            Instó a levantarse a Agnus, pero este lo único que creía conveniente hacer era a arrodillarse y pedir clemencia. Al fin y al cabo, era un rufián que nada tenia en común con alguien de tan alto linaje, y estaba convencido de que lo iban a llevar a la horca.
            Pero, para sorpresa de Agnus, el rey no iba a sentenciarlo. Le pedía un favor. Y así el rey comenzó a hablar:
            -He oído hablar de tu mala fama, maleante, y desapruebo tus fechorías. Sin embargo, las circunstancias me obligan a pedirte ayuda, ya que mi reino y sus gentes se hallan en peligro. Una gran guerra esta a punto de estallar, y nuestros aliados y nosotros mismos no disponemos de una eficiente solución. Pero existe un objeto de valor incalculable que tiene el poder de restablecer la paz, aunque nadie sabe exactamente si es real o fruto de leyendas. Se llama la Copa de la Fortuna. Tu misión es ir a buscarlo a los Páramos, donde la fantasía y la realidad se funden, donde lo que no puede ser ocurre. Mas si te atreves a volver sin el, tus fechorías hablaran por ti en un juicio justo y serás decapitado. Pero si lo consigues traer… se te perdonara la vida y se considerara tu libertad.
            Agnus no cabía en si de asombro, pero solo podía estar agradecido. Aun siendo presuntuoso y orgulloso, el miedo por la muerte lo hacia vulnerable y lo tachaba de cobarde.
            -Decidme pues que he de hacer y adonde ir, os lo imploro.
            -En medio del Páramo, hay un desierto de hielo y escarcha. Pues allí mismo, en algún lugar de sus heladas dunas, hay un oasis perdido al que nunca nadie ha ido jamás y en cuyas aguas se encuentra la Copa. No confió en ti ni en que logres sobrevivir, pero has de pagar de este modo todo el mal que has hecho. Si no encuentras el oasis, piensa antes de volver y decide si prefieres morir allí o morir aquí decapitado, ya que sin la Copa, de un modo u otro morirás. No tienes elección.
            -Ya veo que no la tengo.- dijo, resignado, Agnus.
            Al día siguiente, Agnus fue llevado hasta el Páramo por unos siervos del rey. El bandido no sabía como actuar, que hacer ni que buscar. No tenia ni idea de cómo salir de aquel terrible embrollo. Siempre había tenido todo bajo control, siempre había dominado la situación y había salido airoso de muchos líos. Sin embargo, aquello se le escapaba de las manos y lo sumergía en una profunda impotencia y sumisión. ¿Qué debía hacer exactamente? ¿Cómo podía salir de aquello con vida? Llevaba las preguntas y las preocupaciones a la espalda como firme recordatorio. Pero, algo si tenía claro por encima de todo lo demás:
            Iba a ser su fin, iba a morir. Ahí se acababan sus andanzas.
            El Páramo era tal y como se lo imaginaba: helado, silencioso… y completamente vacío. No había señal alguna de vida, no habían ni árboles, ni animales ni poblados. Aquello era el mismísimo infierno helado, solo que ni siquiera había demonios. Solo estaban los demonios de su mente, profundamente incrustados en sus pensamientos recordándole cada poco tiempo que se acercaba su fin…
            Anduvo por las insinuantes dunas de hielo y nieve, sin parar, en busca de algo que ni tan siquiera sabia si existía. En busca de una fugaz sombra, de una fugaz visión. ¿Era pues cierto que allí, como todos decían, lo imposible se hacía realidad? Agnus solo veía hielo y escarcha, y sentía como un inmenso frío se extendía por todo su cuerpo, aprisionándolo en un abrazo gélido. Sentía desfallecer las piernas, tenia hambre, sueño y sed. Deseaba con toda su alma encontrar cobijo y un fuego con el que poder calentarse, con el que poder olvidarse de aquella terrible pesadilla. ¿Pesadilla? Si, eso debía ser. Todo debía de ser una horrible pesadilla. Tal vez pronto despertaría en un blando lecho de sabanas suaves y blancas. Pero esperaba que no fuesen tan blancas como aquella inmaculada nieve que poco a poco consumía sus fuerzas. Tan lentamente… tan silenciosamente… todo se derrumbaba a su alrededor.
            Calló desfallecido y sin fuerzas sobre las mullidas y frías dunas de hielo, y estas le aceptaron en su seno con un beso gélido y mortífero. Aquel seria su lecho de muerte.
            Pero unas últimas fuerzas le hicieron levantar la cabeza antes de caer definitivamente a los pies de la muerte. Un suave sonido de campanillas se oía no muy lejos de el, instándolo a levantarse.
            Ante el se hallaba entonces el místico oasis de las leyendas, surgido de la nada y brindándole su frágil esplendor. Surgían frondosas palmeras, arbustos y césped. Un pequeño lago en el centro, de aguas claras y cristalinas. Se oía el titilar de unas campanillas de cristal colgando de las palmeras.
            Había llegado adonde la fantasía y la realidad se juntan, donde lo imposible se hace realidad. Aquel oasis desafiaba las leyes naturales creciendo orgulloso en medio de la nieve.
            Agnus no podía creérselo. ¿Era aquello la muerte? ¿Podía estar sucediendo realmente? Fuere como fuere, había logrado su cometido.
            Avanzó arrastrándose sobre el congelado desierto que le separaba del oasis. Era solo un pequeño trecho, pero se le antojó angosto e infinito. Las fuerzas se le escapaban por todas partes, y ya no sentía los pies…
            Pero cuando alcanzó las frondosas hierbas del oasis, las fuerzas se le renovaron y sintió como una nueva y fortalecedora vida empezaba a correr por sus venas. Consiguió levantarse y echar de nuevo a andar, y la euforia se expandió por todo su ser. ¡Estaba vivo! Lo había logrado.
            De repente, una estremecedora risa surgió de algún sitio del oasis. Agnus se giro en torno a sí, alarmado y dispuesto a luchar. Descubrió una misteriosa figura al lado del lago, de cuerpo oscuro y tenebroso, de mirada perversa y sonrisa maquiavélica. Era tan grande como un león, pero su contorno era semejante al de un híbrido entre monstruo, persona y animal. Dos lenguas bifidas asomaban de sus fauces, tras tres hileras de afilados dientes.
            -¿Cómo osáis internaros en mis terrenos?- siseó alargando las eses.
            Agnus estaba aterrorizado.
            -Yo…
            Cayó entonces en la cuenta de que debía emplear sus dotes de engaño, ya que si no decía lo que aquella cosa esperaba decir, le mataría.
            -Lo siento sobremanera, pero vengo a buscarle a usted.
            -¿A mi?- el extraño ser pareció interesado.- ¿Quién?
            -El mismísimo rey Petros. Quiere invitarle a una ceremonia que se efectuara dentro de unos días para festejar la victoria en la guerra.
            -¿Qué me cuentas, maldito humano? –Chilló la fea criatura.- La guerra no ha hecho más que comenzar. Hoy mismo batallones enemigos a tu rey se internan de incógnito en sus territorios.
            La criatura escupió al suelo, en gesto despectivo hacia Agnus.
            -Moriréis todos, malditos humanos. La guerra solo hará que os matéis entre vosotros. ¡Todos vosotros moriréis!
            -¿Cómo sabéis todo esto?
            -El fin de vuestro mundo esta cerca, humanos, muy cerca. Primero desaparecieron los colores y ahora os matareis entre vosotros. Os auguro un final trágico y horrendo… pero solo yo tengo la solución, si señor, solo yo. Solo yo tengo en mi poder algo que hará que todo este mal acabe.
            -Vaya por dios.- Agnus se sentó resignado sobre el césped.- ¿No será una copa?
            -¿Cómo sabes eso, mortal?- chillo la sibilante criatura.
            -Porque este es tu fin, no el del resto del mundo.
            Agnus sacó de su chaleco un puñal, y se lo clavó en el pecho al monstruo. Este había confiado en la aparente vulnerabilidad de Agnus, pero Agnus era de todo menos vulnerable. Al fin y al cabo, su vida se había basado en estrategias con las que poder sobrevivir. La copa la consiguió con facilidad, solo tuvo que sumergirse en las aguas del pequeño lago.
            Al día siguiente, los siervos del rey le esperaban a la entrada del Páramo. Nadie nunca pensó que Agnus podría haber salido vivo de aquel terrible y basto lugar helado y libre de vida.
            Pero la Copa de la Fortuna brillaba en su mano cuando llegó hasta ellos, tras haber cruzado el Páramo con aquellas fuerzas que le hubiera otorgado aquel místico oasis.
            Cuando el rey recibió la copa, sucedió algo inesperado y extraño para todos los humanos de aquel entonces. La Copa de la Fortuna trajo consigo los perdidos colores, y la vida volvió a rezumar entre las cosas. Ahora todo estaba en su sitio, todo estaba en orden. Los colores dejaron atrás la monótona vida blanca y negra que les había inundado durante una eternidad.
            Los respectivos países hicieron las paces, ya que encontraron la belleza en sus propios territorios y desecharon la idea de conquistar más tierras por el hecho de tener más dominios y acapararlos. Encontraron la felicidad en sus reinos, felices de haber conseguido aquel preciado tesoro que, dentro de ellos mismos, ansiaban y echaban secretamente de menos. Todo este tiempo había sido una muda aspiración y un oculto anhelo en el fondo de sus corazones.
            Agnus se hizo un autentico héroe y la gente olvidó sus fechorías. Vivió, en general, una honrada vida, y se volvió muy rico como mercader… Aunque más de una vez no hizo un trato del todo justo. Cuando volvían a reclamarle, el siempre decía lo mismo:
            -Vaya por dios, cuanto lo siento. Pero has de saber que la vida no es justa.
            Y así, volvía a salir airoso de cualquier situación.

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