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sábado, 1 de enero de 2011

La Reina Tragona

Érase una vez que se era, una reina vanidosa y comilona vivía feliz en su palacio.
Vivía rodeada de lujos y placeres, y aunque no tenía familia, era muy feliz.
Tenía todo lo que quería, y lo obtenía a la primera. Pero, en su interior, una insatisfacción iba creciendo día a día.
La reina, famosa por lo comilona que era, tenía siempre en su mesa los manjares más gustosos del mundo entero. Había probado todos los platos existentes en su reino, había comido todas las comidas exóticas de los lugares más lejanos de su reino y había mandado inventar a sus cocineros platos nuevos y únicos.
La reina conocía todas las comidas. No había ni legumbres, ni frutas, ni pescados ni carnes que no hubiese probado.
Y aun así, la reina estaba triste e insatisfecha. Aburrida, comía platos que ya conocía una y otra vez. Mandaba a sus sirvientes comidas que hacía tiempo ella no probaba, pero aún así, la reina recordaba todos los sabores que había comido. Y ella quería probar otros nuevos.
Mandó a todos (absolutamente a todos) los sirvientes de su enorme castillo a prepararle una comida nueva. Estos no sabían qué hacer, pero la reina los obligó a estar en la cocina hasta que le hubiesen preparado algún nuevo sabor.
Como no sabían que hacer, los sirvientes llamaron a la gente del reino para traer toda la comida que se pudiese. Así puse, campesinos, nobles, duques y caballeros llevaron a palacio todos los comestibles de los que disponían.
Y entonces, los sirvientes fueron logrando crear nuevos platos.
Pero una vez los había probado, la reina no los quería volver a tener en su mesa. Hasta tal punto llegaba su obsesión.
Varias veces intentaron sus sirvientes engañarla, repitiendo los platos esperando que esta no se enterase. Pero la reina, cuyo paladar recordaba todos los sabores que había catado, rechazaba la comida repetida.
Y entonces, una sirvienta joven que llevaba poco tiempo al servicio de la reina, tuvo una idea. La sirvienta, bastante molesta por lo que hacía la reina y cómo les trataba, le echó a un simple estofado un poco de tierra.
Y cuando lo probó la reina, quedó maravillada.
– ¡Un nuevo sabor! ¿Cómo lo habéis conseguido?
Y la sirvienta, avergonzada por lo que había hecho, pero deseosa de gloria ante la reina, se lo confesó todo.
–Es simple tierra, mi señora, ruego disculpe mi osadía.
Pero la reina estaba muy contenta.
–No, querida, es un nuevo sabor que nunca antes probé. Es algo distinto, y quiero que mañana me prepares otro plato nuevo.
La sirvienta, así pues, fue nombrada cocinera oficial den la cocina. Los otros sirvientes se reían a espaldas de la reina de lo patética y estúpida que era. Pero la astuta sirvienta, no estaba nunca pensando en lo rara que era la reina. En su mente estaba siempre aquella misma imagen: la de los vanidosos, inhumanos y crueles ojos de la reina cuando probaba un nuevo sabor.
Así pues, la sirvienta todos los días satisfacía la extraña afición de la reina. Le servía todo tipo de cosas: desde flores y hojas hasta cualquier otra cosa que encontrase por ahí. Poco a poco, la sirvienta tenía que ir cogiendo hasta cosas que no eran del todo comestibles…
Y el reino fue quedando, con el tiempo, más mustio y desierto pues todas las cosas estaban destinadas a la reina. Su pueblo fue muriendo, y los jardines dejaron de florecer. Con el paso del tiempo, se fueron muriendo todos los animales de la zona.
Aquella era un autentico desastre.
Pero la reina era insaciable, terrorífica. Saboreaba todo con fervor, casi con adoración. Estaba loca, demente, y nadie sabía cómo saciar su apetito.
Pero ella era la reina, y para los aldeanos, el poder de la reina provenía directamente de Dios. Lo que ella hacía o decía, era para ellos, sin duda, lo correcto.
Aunque se hubiese vuelto completamente loca.
Así pues, todas las personas del reino murieron o por inanición o por tristeza. Con la llegada de la locura a la reina, la tristeza se había extendido como una enfermedad.
Nadie estaba ya a salvo, pero la reina y sus sirvientes seguían viviendo con aparente normalidad.
Poco tardó la reina en darse cuenta de que necesitaba más. Algo, algo nuevo necesitaba comer.
Entonces la malvada y lunática reina se fue comiendo a sus propios sirvientes. Pero ella, demente, seguía sintiendo que necesitaba más y más.
Acabó comiéndose a su propia cocinera.
Por lo que la reina se quedó sola en su propio palacio…
Probaba y comía cualquier cosa que encontrase, y hasta probó las velas de su mesa de banquetes.
Estaba fuera de control. ¡Más incluso que eso! El como estaba mentalmente era imposible de describir.

Un buen día, un joven y apuesto caballero que por allí pasaba con su caballo, quedó sorprendido de cómo la muerte se había instalado en aquel lugar. No comprendía como no había ni personas ni animales, ni ningún otro ser vivo. Todo estaba muerto, en ruinas, y las flores se habían marchitado volviéndose mustias e inertes.
Pero el caballero, aunque sentía temor en su pecho, quería arreglar aquel desastre.
Se dirigió a palacio con la intención de encontrar allí a mas gente que le explicas qué había ocurrido.
Pero allí solo estaba la reina.
Y estaba, realmente hambrienta.
–Oh, querido viajero, ¿qué hacéis vos aquí?– preguntó ella con su voz más dulce y melosa.
El caballero no sospechaba nada del oscuro corazón de la reina.
–Estaba por aquí de camino y me encontré con este sitio tan extraño… ¿Qué ha pasado exactamente?
La reina rió con su demacrada y escalofriante risa. Ya no quedaba en ella ni rastro de la hermosa, buena y perfecta reina que algún día había sido.
–Me han abandonado. ¡Todos me han abandonado! Yo, que siempre había sido una buena y comprensiva reina, que me dejé la piel en mi reino…
Aquellas mentiras no convencieron al caballero. Pero, aun así, hizo la pregunta obvia que ambos esperaban oír…
– ¿Cómo os proponéis arreglar esto, majestad?– le preguntó él.
La reina, egoísta, solo seguía pensando en comer.
–Podéis ayudarme a repoblarlo. Podéis traer a gente aquí, formar un nuevo reino y no aquella panda de desagradecidos que antes ensombrecía mi presencia…
El caballero no sabía qué pensar. Por una parte, la historia de la reina era devastadora y parecía haberle afectado mucho. Por otra parte, los ojos de aquella mujer, ávidos; le habían provocado un profundo terror.
El caballero prometió entonces a la reina traer a gente a vivir allí, y mientras él decía estas palabras, la reina se relamía varias veces.
La locura de la reina entonces no era sólo mental. Todo su cuerpo era presa de la locura, había creado con aquello una enfermedad. Hasta su corazón se había vuelto loco y oscuro, por lo que ya no tenía ni sentimientos ni nada parecido. Su única obsesión era comer y comer. Para ella no existía nada más.
Así pues, el caballero decidió dormir en palacio aquella noche y partir al día siguiente temprano en busca de gente para ocupar aquel reino fantasma.
Y aunque la reina ansiaba que su reno fuese repoblado para así poder saciar su apetito con aquella inocente gente, no podía resistirse a probar la carne del caballero.
Se acercó a él por la noche mientras dormía. Soñaba con probar el sabor de su piel, de su sangre. De sus entrañas…
Pero entonces el caballero, que siempre había sido muy cauteloso y astuto, sacó de debajo de la almohada un puñal y se lo clavó en el pecho a la reina cuando esta se acercó a su lecho por la noche. La sangre de esta resbaló y empapó las blancas sábanas. Pero esta era negra como la noche. Como el pecado, como la muerte. Como su propio corazón.
La reina murió, y nadie lloró nunca su muerte. En sus últimos instantes de vida recuperó la cordura y se arrepintió de todo lo que hubo hecho. Demasiado tarde. Esta vez fue la propia muerte, la que siempre había estado con ella guiando sus actos, la que le devoró.
Y el caballero se nombró entonces rey de aquel reino y volvió a repoblar el territorio, como había prometido.
Todos fueron felices a partir de entonces, nadie estaba triste ya. Reconstruyeron todo y volvieron a cultivar las cosechas.
Pero lo más extraño de todo, lo que nadie nunca pudo explicar, sucedió entonces.
Todas las primaveras, la comida cambiaba sus sabores para ofrecer una amplia gama de placeres gastronómicos que la reina nunca logró a gozar.

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